Ahora, con la distancia, soy capaz de analizar un poco más todas mis vivencias durante la residencia artística. He de decir que echo de menos el silencio del pueblo. En a ciudad todo es muy ruidoso en comparación. También echo de menos conversar y escuchar a la gente. Porque aquí, al alzarse tantas voces, acabas no escuchando ninguna.
Me lo pasé muy bien en Blancos y, a pesar de no ir con una idea preconcebida, no me esperaba para nada una experiencia tan gratificante. Conocí a verdaderos artistas. De los que exponen en galerías y de los que guardan su obra en el altillo de un armario. Me relacioné con gente de todos los tipos y todas las edades. Señoras, niños y gente muy parecida a mí. Por momentos me sentí amiga, hija, nieta e incluso madre. Pero también me frustré, me entristecí ante situaciones que no podía cambiar, ante personas que no podía ayudar.
En el anterior post comentaba que la segunda parte de mi proyecto tenía origen en la confesión de varias señoras durante nuestras (ya añoradas) caminatas diarias. Muchas de ellas sufren depresión estacional y con las primeras hojas de otoño empiezan a adentrarse en un estado de melancolía que dura hasta la primavera siguiente.
El plan era sencillo en mi cabeza, bordar flores por las verjas de todo el pueblo, sobretodo por la zona donde las señoras iban a caminar. Esas flores seguirán en invierno (han sobrevivido ya a más de tres tormentas de verano) y las personas que las vean recordarán que a pesar del frío y la lluvia invernal, el verano volverá.
Mientras realizaba los murales por el pueblo he sufrido quemaduras solares (gracias a Paquita que me trajo una pamela gigante no ha sido peor), he bordado bajo un paraguas que me sujetaba Iria, una niña del pueblo que me seguía a todos lados, he tenido que volver a casa a buscar una chaqueta porque no aguantaba el frío y he tenido que salir corriendo dejando atrás parte de mis hilos porque empezaba a granizar. En fin, que el clima Gallego no me permitió realizar tantos trabajos como me hubiese gustado. Sin embargo, mientras me acompañaba, Iria aprendió la técnica y me prometió que cuando volviese me encontraría con más bordados realizados esta vez por ella.
El último día tocaba presentación y decidí hacerlo de manera informal, como la gente, como el pueblo. Convocamos a las señoras a una merienda y entre chorizo, vino y tarta de cerezas, estuvimos charlando y contando anécdotas. No hubo discurso ni presentación. Mi obra estaba allí en ese momento: las relaciones que había entablado durante dos semanas con Blancos y sus habitantes y la sensación de que habían disfrutado tanto como yo.
Después de la merienda nos fuimos de caminata. Una reminiscencia del punto más importante de mi rutina durante la residencia, aunque esta vez bajo la lluvia. Durante el paseo íbamos parando en las verjas que había intervenido, comentando y como no, charlando.
Nos despedimos entre abrazos y promesas de que volvería el verano siguiente a seguir con mi labor. No sé si eso será posible, pero desde luego me encantaría. La cultura de las experiencias y nuestra forma de vida nómada hace que estemos cada vez más acostumbrados a lo efímero, a las despedidas. O ese por lo menos es mi caso. Sin embargo esta despedida destacó entre tantas otras por la comodidad y la familiaridad de la misma. No éramos desconocidos despidiéndonos después de un periodo de convivencia. Somos amigos que saben que, aunque pasen los meses y los años, nos volveremos a ver.